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La exclusión sanitaria nos hace más estúpidos

Este artículo no podría haber sido escrito hace diez años. Hace diez años, que es poco o mucho tiempo según quien lo sufra, la exclusión sanitaria como tal no existía en España. Nuestra sociedad, desde la Ley General de Sanidad de 1986, había ido conquistando derechos de forma progresiva hasta lograr que, aunque con inequidades¹, la asistencia sanitaria llegase a ser accesible para todas las personas que vivían en nuestro país.

Autor:
Nacho Revuelta

En 2012 el Gobierno construyó una mentira para cambiar las reglas que como sociedad nos habíamos dado: que la salud es un bien colectivo y un derecho humano, y debe ser accesible para todas. Ese año, publicó el Real Decreto-ley 16/20122, de 20 de abril, con el título de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones. Más que un título era una coartada, porque al apelar a la “sostenibilidad”, permitía señalar y excluir a una parte de la población. La mentira consistía en hacer creer que la accesibilidad del sistema era una amenaza en lugar de su razón de ser, y que para para salvarlo, se hacía necesario expulsar a las personas extranjeras no regularizadas. Esta mentira, como si de una matrioska se tratase, escondía varias falsedades en su interior: que no contribuían, que abusaban del sistema, y que su expulsión produciría un importante ahorro a las arcas públicas.

Para apuntalar la mentira del “no contribuyen”, el Real Decreto vinculó el derecho a la asistencia a las cotizaciones a la Seguridad Social. El problema es que, desde 1999, la Sanidad no se financia con las cotizaciones, sino con los impuestos, y todas las personas que viven en España pagan impuestos, directos o indirectos. Esto no impidió que en nuestro imaginario arraigase la errónea convicción de que “no tiene derecho el que no cotiza”. Por supuesto, no se cuestionó la injusticia que implicaba el hecho de que las personas migrantes quedasen excluidas de una atención que financian con sus impuestos.

Tampoco parece cierto que las personas migradas “abusen” del Sistema Sanitario. La evidencia muestra una tendencia general hacia un menor uso de los servicios sanitarios que la población nativa3,4. Las tasas de visitas anuales de las personas migradas fueron un 50% inferiores a las de los nacionales en atención primaria, atención especializada e ingresos hospitalarios.

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Con estos datos, era fácil intuir que la exclusión de la atención sanitaria de las personas sin permiso de residencia no iba a suponer un ahorro relevante. El propio Tribunal Constitucional así se lo reprochó al Gobierno en su auto5 sobre la Ley Navarra de cobertura sanitaria universal, señalando que “el eventual ahorro económico no había podido ser concretado”. Por su parte, el Gobierno Vasco (Informe de aseguramiento para personas inmigrantes sin permiso legal de residencia) calculó que, teniendo en cuenta que el 75% del gasto sanitario correspondía a costes estructurales, la expulsión del sistema sanitario de las personas no regularizadas supondría un irrelevante ahorro del 0,06% del presupuesto autonómico destinado a sanidad.

A raíz de la publicación del Real Decreto, un portavoz del partido en el gobierno manifestó6 que “los inmigrantes ilegales lo que tienen que hacer es volver a sus países”. Si ese era el objetivo de la ley de exclusión, ha sido un rotundo fracaso. Era lo esperable, porque ignoraba que los motivos para migrar son diversos y complejos, y la salud personal no está entre los motivos principales para migrar7.

¿Cuál ha sido el resultado de estos diez años de exclusión? Una de las consecuencias menos evidentes, pero posiblemente más graves y perdurables en el tiempo, ha sido el cambio de la lógica en el derecho a la salud. A pesar de que su protección está recogida en el artículo 43 de la Constitución Española, la salud ha pasado a ser tratada como un bien de consumo más, sólo accesible para quien “la merezca”. La penetración de este cambio de lógica se mantiene en el propio Real decreto-Ley de 7/20188, de 27 de julio sobre el “acceso universal al Sistema Nacional de Salud”. Aunque en su preámbulo reconoce que el derecho a la protección de la salud es un “derecho inherente a todo ser humano”, en la práctica atiende más a la “sostenibilidad financiera” que a garantizar que se recobre el acceso universal. Como consecuencia, aunque mejoró alguna de las situaciones de exclusión existentes, no solucionó la brecha y consolidó la idea de que el derecho no se tiene, sino que hay que acreditarlo. Esto contribuyó a burocratizar el acceso y facilitó la exclusión en algunos supuestos que hasta entonces habían estado garantizados. Este es el caso de los menores, las mujeres embarazadas9, y personas con enfermedades graves o urgentes, que no estén registradas o autorizadas para residir en territorio español. La exigencia, entre otros requisitos, de acreditar la residencia efectiva durante un periodo mínimo de tres meses ha venido dificultando e incluso impidiendo el acceso a la atención a estos colectivos, que siempre se habían considerado subsidiarios de una especial protección.

Este cambio de lógica ha provocado que la protección de la salud de las personas migradas se haya convertido en uno de los derechos más maltratados, y que de forma más heterogénea se aplica en las diferentes Comunidades Autónomas10. A lo largo de estos años se han puesto en marcha innumerables normativas autonómicas, procedimientos no publicados, órdenes internas o simplemente prácticas verbales, que en muchos casos ni siquiera se ajustaban a la ley. Tal maraña normativa, y el consecuente desconocimiento por parte de los profesionales, ha generado un grado de arbitrariedad que es difícil encontrar en cualquier otro ámbito de la administración.

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Pero, sin duda, el efecto más grave e irreparable ha sido el esperable daño en salud. Se ha repetido innumerables veces el “aquí se atiende a todo el mundo”, como si el hecho de repetirlo lo convirtiese en cierto. Si así fuese, ¿qué sentido tendría una ley que deja fuera a cientos de miles de personas? No se levantan muros para dejar abiertas las puertas. En sus informes, organizaciones como REDER10, Yo Sí Sanidad Universal11 y otras, han documentado miles de casos de exclusión (una mínima parte del número real). No, no es verdad que se atienda a todo el mundo. En más de un caso, incluso ha sido necesario solicitar a un juez medidas cautelares12 para lograr que una persona gravemente enferma fuese atendida.

El daño en salud provoca un sufrimiento evitable y cuesta vidas. Algunas vidas perdidas saltaron a los medios: Alpha Pam, Janeth Beltrán, Soledad Torrico. Otras muchas, la mayoría, pasaron desapercibidas. Un estudio de la Universitat Pompeu Fabra13 puso en evidencia un incremento del 15% en la mortalidad entre los migrantes no regularizados en los primeros tres años tras el Real Decreto-Ley del 2012. En política sanitaria, sería inaceptable tardar en retirar un procedimiento o un fármaco que provoque un aumento semejante de mortalidad, pero parece que todo depende del valor que asignemos a las vidas perdidas.

Otra consecuencia, mucho más difícil de categorizar y de medir, es el cambio de percepción y de trato hacia las personas migradas que nace de atribuirles la responsabilidad de las dificultades de sostenibilidad del sistema sanitario. Este imaginario ha quebrado la equidad en el acceso y validado la desconfianza, alimentado la transformación de los centros sanitarios de espacios de cuidados en una especie de puesto de frontera. Estos diez años de exclusión sanitaria han hecho más honda la herida del rechazo, la pérdida del valor de lo humano frente a lo administrativo. Hemos escuchado expresiones como: “tú no te vacunas hasta que se vacunen todos los españoles”, “por aquí no vuelvas”, “es que os pensáis que todo es gratis”, o, para una interrupción de embarazo, “vuelve cuando cumplas los 3 meses”. Puede que no sea racismo, pero si anda como un pato, nada como un pato y grazna como un pato, entonces…

La sociedad y los profesionales de los centros sanitarios ha normalizado que, incumpliendo los convenios internacionales, las mujeres embarazadas no sean atendidas, que los menores, incluso los recién nacidos, permanezcan durante meses fuera del sistema sanitario, o que, como ha sucedido, se nieguen los cuidados paliativos14 a un enfermo terminal. En el caso de las enfermedades transmisibles, el Ministerio de Sanidad alerta en un informe15 de los efectos de sus propias políticas en el acceso al tratamiento del VIH de personas migrantes y solicitantes de asilo. Lo que hace diez años nos parecía un atentado a la razón, lo hemos incorporado con indiferencia.

La exclusión sanitaria no nos convierte sólo en una peor sociedad, también en una sociedad más estúpida. Si algo debiéramos haber aprendido con la pandemia por COVID-19, es que la salud es un hecho colectivo, que la salud individual es interdependiente de la salud de los demás miembros de la comunidad. Deberíamos saber que, incluso entre los países ricos, aquellos países con peor cobertura sanitaria tienen peores indicadores de salud. Así, la tasa de mortalidad infantil de Estados Unidos duplica la española y triplica la de países como Suecia16 (datos del Banco Mundial). Y, como sostienen los célebres salubristas ingleses Wilkinson y Pickett, los beneficios de la igualdad no sólo alcanzan a las clases más desfavorecidas, sino que se extienden a todas las clases sociales. La exclusión sanitaria perjudica al conjunto de la sociedad y no sólo a las personas excluidas.

En definitiva, una ley con un objetivo erróneo, basada en una mentira, ha desmantelado un derecho, ha costado vidas y producido enormes daños en salud, ha alimentado el racismo, y ha puesto en riesgo la salud pública. Todo ello sin producir ningún beneficio constatable para la sociedad. Recuerda bastante a la ley de oro de la estupidez del economista Carlo M. Cipolla: “Un estúpido es una persona que ocasiona pérdidas a otra persona o a un grupo sin que él se lleve nada o incluso salga perdiendo” (Allegro ma non troppo, 1992)

En estos días se tramita en el Congreso la nueva Ley de Equidad, Universalidad y Cohesión del Sistema Nacional de Salud. Más de 300 organizaciones sociales y sanitarias han manifestado su preocupación17 sobre un texto que no corrige muchas de las lagunas y deficiencias de la norma actual. Construir una sociedad mejor precisa de leyes menos estúpidas. Si no somos capaces de aprovechar esta oportunidad será que nada hemos aprendido en estos diez años.

Firma

Autor:

Nacho Revuelta
Médico de Familia con alma de narrador de historias
Miembro de Yo Sí Sanidad Universal

nachorre@gmail.com

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